En 1978, cuando los padres de la Constitución creyeron ver en las Autonomías la solución para una España apurada por las exigencias de los independentismos (entonces autonomismos), cometieron un serio error de visión y de buena intención que no iba a ser correspondida. Hoy sabemos con certeza, ante los desafíos planteados, que lo que se pretendía solucionar por el contrario se acrecienta a un ritmo preocupante. La cuestión no debió venirles desprevenidos puesto que ya se vislumbró durante la II República cuando los Entes regionales, de similares características, advertían de similares consecuencias. Y no es que se cuestionen las autonomías que, con defectos y virtudes, han contribuido a una considerable mejora en nuestra calidad de vida socio-política.
Hoy, cuando asistimos a las exequias del bipartidismo que señoreó las primeras décadas de nuestra democracia, contemplamos en el prometedor pluripartidismo un nuevo error de cálculo. Con el nacimiento de los nuevos partidos, en especial Ciudadanos, debería haber desaparecido la excesiva dependencia que los partidos dominantes han tenido históricamente respecto de los pequeños pero muy poderosos nacionalismos periféricos, especialmente el catalanismo y el vasquismo, en ambos casos tanto a derechas como a izquierdas. Sin embargo, lejos del esperado, el efecto ha devenido en un endiablado tablero de partidos, nombres, siglas y egos personales que están haciendo de España un país poco menos que ingobernable. Y lo que es más significativo, seguimos al albur de lo que decidan esos mismos nacionalismos, algunos de los cuales con cambio de nombre por motivos poco decorosos. Es decir, la situación ha empeorado sin contrapartida alguna.
El fraccionamiento del arco político español ha propiciado el debilitamiento del Partido Popular a manos de Ciudadanos y del PSOE a manos de Podemos, y lo que antes era una disputa entre dos partidos que pugnaban por obtener el favor del nacionalismo, ahora se ha convertido en una lucha cruenta entre dos bloques más o menos definidos, pero en el que sigue existiendo esa dependencia al no sumar suficientes apoyos los bloques, como consecuencia, por un lado, de la demonización de alguno de los nuevos partidos (Vox o Podemos), y por otro lado, de las graves ilegalidades de los independentistas (ERC, PdCat, o CUP, y por supuesto Bildu), nos encontramos con que no hemos avanzado absolutamente nada. Es más, tenemos el mismo problema que creímos solucionado con la emergencia de los nuevos partidos, pero agravado ya que la neguentropía generada entre tantas siglas y los egos de sus líderes, dificulta enormemente las mayorías. Añadiremos a ello que las políticas de bloques en la historia de España arrojan un resultado muy negativo. Tanto que degeneró en una cruenta guerra civil.
Nos encontramos, pues, en una situación «de necesidad» al punto de que aquellos partidos inicialmente considerados corrosivos para el sistema democrático empiezan a ser «blanqueados» por los grupos mayoritarios más próximos dada la necesidad de su concurrencia y apoyo. Lo vemos en ambos bandos, y hablamos de los citados populismos, los independentismos y los partidos de antigua filiación terrorista. Así, muchas voces expertas del mundo politológico se hacen eco de ello y buscan la forma de lograr gobiernos con mayores garantías de estabilidad. Una estabilidad, la española, absolutamente necesaria para salvar la amenaza separatista catalana y también para esta aldea global llamada mundo, en la que los conflictos se suceden y una economía solvente necesita gobiernos fuertes que puedan afrontar dichos problemas. Por ello, se hace necesaria una reforma electoral que incentive el juego de las mayorías en detrimento de las minorías que tanto distorsionan la gobernanza del país. Nuestro sistema electoral, en el que los nacionalismos catalán y vasco están sobrerrepresentados, debería repensar un sistema más representativo y proporcional y donde los ciudadanos españoles, cualquiera fuera su localidad o autonomía, tuvieran similares ratios de representación en el Congreso de los Diputados, de lo contrario España estará abocada a una constante ebullición política que sembrará zozobra en lo político y quiebra en lo económico. Por todas estas razones es exigible que algo empiece a cambiar. Y el sistema electoral como herramienta para una mejor estabilidad política es una pieza clave.
Ramón Sentís Durán Y Antonio M. López García
Miembros De La Junta Avapol (Asoc. Valenciana Politología)