Tendemos a pensar que lo que distingue a las grandes ciudades respecto a otras zonas urbanas son sus hitos visuales y características demográficas. Rasgos como una línea de horizonte formada por grandes rascacielos o una densidad de población que, en la mayoría de los casos, conlleva kilométricos atascos, empujones en el metro y una suerte de caos organizado según las reglas de cada metrópolis. Sin embargo, todos estos rasgos que el imaginario colectivo ha adjudicado a grandes urbes como Nueva York, Tokio o París son solo su parte más llamativa, pero en absoluto la más importante. Lo que convierte a una ciudad en referente es su capacidad para atraer y conectar personas e ideas. Para hacer florecer el ingenio sus habitantes y llevarlo a nuevas cuotas, gracias a la creación de un ecosistema en el que el capital humano destaca sobre las torres de acero y cristal que lo contienen.
Esta es la principal idea que propone Edward Glaeser en El triunfo de las ciudades, un análisis concienzudo y accesible sobre el verdadero valor de los entornos urbanos, así cómo la forma en la que las políticas públicas son capaces de impulsarlos o frenarlos. Así pues, Glaeser realiza repasa las circunstancias históricas, sociales y económicas que han propiciado el auge y la caída de las grandes ciudades de nuestro tiempo, íntimamente ligadas a las decisiones de legisladores cuya ambición e ideología deja huella en el entramado urbano. A través de esta mirada, de origen económico pero profundamente multidisciplinar, el autor aborda las causas que subyacen a la inusual concentración de la talento en Silicon Valley, a la profunda decadencia de Detroit tras la fuga de la industria automovilista o al posicionamiento de Singapur como una ciudad-estado que, pese a su escaso territorio y breve andadura democrática, despunta como uno de los principales centros financieros del planeta.
De esta manera, Glaeser nos acerca a través de ejemplos concretos a las consecuencias -en ocasiones inesperadas- que ciertas decisiones gubernamentales tienen sobre nuestras ciudades. Nos encontramos así con el reverso de las políticas que inciden en la estigmatización de los rascacielos, ya que esta limitación de la densidad poblacional es la principal causante del encarecimiento del suelo urbano y su inaccesibilidad para las clases medias. También en entredicho queda la baja sostenibilidad de las mega-urbes, donde el consumo de C02 por habitante es mucho más bajo que en las grandes y verdes urbanizaciones de extrarradio, totalmente dependientes del uso del automóvil y con un consumo energético muy superior al de un apartamento en plena Gran Vía madrileña o en Unter der Linden, auténtica arteria de la cosmopolita Berlín.
De idéntica forma, capítulo tras capítulo podemos contemplar el impacto positivo, tanto social como económico, que la educación de calidad proporciona a las ciudades, generando un circulo virtuoso en el que el talento atrae a la inversión y esta, a su vez, dinamiza la economía de todo el entorno. Las universidades no garantizan el Éxito de una ciudad, pero sí su atractivo para estudiantes, investigadores y empresas, como bien ha podido comprobar Bangalore, auténtica referente mundial en software e innovación tecnológica en la gigantes como IBM, HP o Google han establecido sede permanente. Una auténtica lección de cómo la apuesta largopacista por la formación cualificada, impulsada desde las instancias públicas, está consiguiendo generar riqueza en una ciudad en la que los niveles de pobreza siguen siendo muy elevados.
En definitiva, el triunfo de las ciudades es un apasionante repaso a cómo el conocimiento y la conexión entre quienes lo atesoran ha sido la auténtica seña de identidad de las urbes más conocidas de cada época, a la par que ha definido su configuración.
Desde la antigua Atenas y sus espacios propios para la representación política hasta el moderno atractivo multicultural de Londres, la historia de nuestra civilización ha sido la historia de nuestras ciudades. Conocer un poco mejor lo que las ha hecho despuntar o decaer, puede ayudarnos a ser más exigentes, y también más coherentes, respecto a la gestión política de quienes deciden sobre la configuración de nuestro hábitat citadino.
David Sabater Giménez, presidente